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De la resiliencia a la sistematización

 

Experiencias docentes vistas a la luz de la pedagogía crítica

Carlos Augusto Velásquez[1]

La primera clase fue un fracaso: mientras Marian me preguntaba algo sobre el Renacimiento, Esteban me mostraba el último cuadro surrealista que había producido con medios digitales. A la par, María confesaba que no había comprendido el tema de la hipercodificación en el arte. De pronto, alguien a quien no identifiqué en el momento pedía que le sugiriera cómo obtener información sobre su tema de investigación. Busqué, en su muro, algunas de sus fotos hasta identificar que se trataba de Gabriela; abrí el archivo de Excel en donde tenía la lista de temas y me percaté de que estaba investigando acerca del impresionismo; regresé a la conversación y le sugerí algunos autores.




El relato anterior pareciera surgido a raíz de la experiencia vivida durante el primer semestre de 2020. Sin embargo, se refiere a una clase en línea desarrollada en 2010. Entonces, la universidad había sido tomada por un grupo de estudiantes y nos vimos forzados a desarrollar estrategias en línea para salvar el semestre. El párrafo forma parte de un ensayo que escribí entonces, titulado Innovar con y sin nuevas tecnologías. Y lo traigo a colación porque, desafortunadamente, las cosas no han cambiado.

1. La docencia es una profesión, no un don

Reflexionar sobre la experiencia de docencia en línea, vivida durante el primer semestre, implica meditar teórica y metodológicamente sobre la docencia misma. ¿Qué significa ser docente universitario? Al respecto, cabe un sarcasmo iconoclasta: la sacrosanta Universidad de San Carlos de Guatemala en efecto, es tricentenaria. Lo triste es que son tricentenarios también los conceptos pedagógicos que se viven en ella: los procesos de enseñanza-aprendizaje, aunque han cambiado superficialmente, en esencia siguen siendo los mismos: la mayoría de los docentes (y alumnos) sigue pensando en que la universidad es una especie de templo del conocimiento; los docentes, unos sabios iluminados; y el estudiante, un ser ignorante que ingresa para ser abastecido del basto conocimiento que ahí se encuentra.

Por supuesto, esa concepción se comprendía en la Edad Media e incluso hasta entrado el siglo XIX. Entonces, el conocimiento se almacenaba primordialmente en los libros; estos eran de circulación restringida. Quienes los poseían eran privilegiados y tenían la responsabilidad de compartir sus conocimientos con los estudiantes. El concepto moderno de universidad tiene raigambre en la filosofía positivista del siglo XIX: el aprendizaje estaba basado en la repetición de conocimientos adquiridos y estos se veían reflejados en los exámenes. El docente debía ser un amplio conocedor del tema pues esto garantizaba, de alguna manera, una enorme fuente de conocimiento y práctica. El aprendiz, por su parte, era concebido como una especie de recipiente vacío al que el docente, con su inmensa sabiduría, debía llenar de sus conocimientos.

Aunque exageré un poco en la descripción anterior, si analizamos a profundidad, sigue siendo ese el concepto de educación que se maneja aún en nuestra alma mater. Los procesos de selección y contratación de docentes así lo indican: se asume que quien es médico puede ser profesor de medicina. Es decir, algo así como si el ser maestro fuera un don con el que todos nacen. Ahora bien, aunque en la práctica muchos lo ignoran, existe una facultad de Humanidades y una escuela de formación de profesores. Existe una ciencia, llamada pedagogía, así como existen las ciencias jurídicas. Dicho de otra manera, el profesor, como el médico, se forman, se construyen. Imaginemos el mundo al revés: un pedagogo es contratado en la facultad de Medicina para dar clases de citología. ¿Podría hacerlo solo por el hecho de ser profesor? Imaginemos que acepta el puesto: se da a la tarea de leer sobre el tema… pero por mucho esfuerzo que haga, será evidente que no domina la materia. Eso mismo ocurre con alguien que es profesional del contenido disciplinar de su materia pero no tiene formación docente. Así como el tener la competencia pedagógica no lo faculta, por arte de magia, para que pueda impartir un curso de citología, el ser médico no lo habilita para ser docente de ese curso. ¿Por qué no pensar lo mismo de un abogado que es contratado para impartir un curso, sin tener formación pedagógica?

La respuesta es, en primer lugar, la concepción medieval de la educación. En segundo lugar, la falta de respeto para la labor docente (incluso por el docente mismo, como veremos). Un país en donde el presupuesto destinado a la educación no alcanza el 5% es una sociedad que desprecia a los maestros, que los ve como cualquier cosa. Pero, igualmente, un profesional que acepta dar clases sin tener formación pedagógica está depauperando el respeto por la docencia misma.

2. La tecnología no es neutral

En la era de la información, parece establecerse una relación directamente proporcional entre progreso tecnológico y desarrollo educativo. Esta tesis es el resultado de una lectura un tanto ingenua y aséptica de la educación y de las nuevas tecnologías de la información y la comunicación (TIC). Pero el prejuicio no es fortuito. De hecho, el aparato ideológico con que opera la sociedad de la información apunta hacia ese objetivo: encarnar en toda la humanidad una visión difusionista del desarrollo (Mattelart, 2007). Se trata de la falacia de la tecno-utopía. En primer lugar, está claro que no existe tal relación directamente proporcional entre progreso tecnológico y desarrollo educativo. En segundo lugar, las bondades tecnológicas no son neutras ideológicamente y operan bajo la lógica del mercado.

Por supuesto, como señala Mattelart (2007), los defensores del status quo se empeñan en hacernos creer que, con el fin de la guerra fría y el desarrollo de la sociedad post-industrial se alcanza el sueño de la tecno-utopía: esa visión idílica del desarrollo post-capitalista en el cual finalizaba la historia y las luchas ideológicas. Desde entonces, el desarrollo tecnológico, al servicio de la ciencia y sin ningún tinte político, iba a garantizar el desarrollo de la humanidad. Desde un determinismo tecno-mercantil se impuso una visión unilateral del desarrollo en el que los proyectos de transformación social quedaban excluidos y se pregonaba una “fin de la historia y de las ideologías”.

Es el contexto de la llamada sociedad de la información. Una sociedad a la que Castells (La era de la información, 2008) llama capitalismo informacional y cuyo rostro más inmediato es el de la globalización. En ese contexto se recuperaba el proyecto perdido de la occidentalización del desarrollo. En él las desigualdades del mundo se resumen en inequidades tecnológicas; y estas se pueden superar adquiriendo la tecnología. Como corolario, en ese contexto, educarse es prepararse para estar al día con la tecnología y poder servir en y para ella.

3. Anclados en el medioevo

Reflexionar acerca de tal experiencia necesariamente nos conduce a pensar en la educación misma. Así, para evitar caer en el academicismo infinito, simplifico en dos los modelos educativos. En primer lugar, desde un modelo positivista, la educación puede ser vista como un proceso de enseñanza en el que los expertos determinan unos contenidos; los profesores son instrumentos para transmitir, de forma aséptica y neutral, sus conocimientos; y los alumnos son depósitos vacíos a los que se debe llenar con los contenidos transmitidos. Desde esta perspectiva, la tecnología didáctica hará énfasis en mecanismos de enseñanza, y el concepto de innovación irá de la mano con implementar y manipular nuevas tecnologías.

En cambio, si se apuesta por una pedagogía crítica, el concepto de educación se vincula más con procesos de construcción del conocimiento. En ese caso, el énfasis se desplaza de los medios de transmisión del conocimiento hacia las estrategias de construcción. Las estrategias didácticas se relaciona más con procesos de aprendizaje; por lo que el énfasis no estará en los medios tecnológicos (aunque estos no se desdeñen), sino en los procesos formativos mismos.

Como puede colegirse, las nuevas tecnologías pueden estar al servicio tanto de uno como de otro paradigma educativo. En todo caso, ambos modelos pedagógicos conciben (y utilizan) la tecnología desde diferente perspectiva. Veamos:

Desde el enfoque positivista se desarrolla una teoría técnica en relación con las TIC: se las concibe como un mero instrumento para la transmisión o reproducción de contenidos (Bernal, 2005). Desde esta óptica, las nuevas tecnologías asignan un papel de receptor pasivo al alumno. Por su parte, el papel del profesor consiste en imponer ciertos contenidos, mismos que deben ser asimilados correctamente por los alumnos. Es, justamente, lo que vivimos en casi todas las experiencias del semestre pasado. Es, también y tristemente, la realidad que se ha vivido en las clases presenciales.

En cambio, desde el paradigma constructivista se genera una teoría práctica-crítica acerca de los medios. Se concibe un uso situacional-transformador de las nuevas tecnologías. Estas, en sí mismas, no aportan innovación; pero posibilitan la construcción del conocimiento. Los significados se construyen en la interacción misma entre docentes-alumnos y todos asumen un papel activo. Así, las nuevas tecnologías son el punto de encuentro comunicativo para analizar, debatir, denunciar. De eso, muy poco se ha visto, aunque podría conducirse hacia ese sendero.

4. La universidad en tiempos del covid-19

Cuando Jimmy Morales asumió la presidencia se popularizó una frase que debería ser un principio ético básico: “el primer acto de corrupción consiste en aceptar un trabajo para el cual no estamos capacitados”. Es la primera reflexión que debemos hacernos los docentes: ¿Estamos capacitados pedagógicamente para aceptar dar una cátedra en la universidad?

4.1. Agarrados in fraganti

Ya lo decíamos: la docencia es una profesión. Como tal, al igual que las demás, quien la ejerce debe desarrollar determinadas competencias: conocimientos, destrezas, actitudes. Así como un ingeniero debe desarrollar conocimientos y prácticas propias de su disciplina, un docente debe desarrollar conocimientos pedagógicos: metodología y técnicas didácticas; métodos de planificación y evaluación, etc. Dentro de toda esa amalgama de competencias profesionales pedagógicas, el docente debe dominar las herramientas virtuales para la enseñanza en línea. No hacerlo equivaldría, en química, a negarse a analizar pruebas de laboratorio con métodos electrónicos.

Por tal motivo, no debería ser una excusa, en las circunstancias actuales, el no saber usar plataformas o el no estar familiarizado con las mismas. Es parte de nuestra obligación profesional el capacitarnos en ese campo. Es más, es parte de nuestra obligación habernos capacitado en ello antes de aceptar ser docentes.

La era de la información en la que vivimos permite a cualquier persona acceder en todo momento a cualquier información. Por ello, es preocupante ver que la mayoría de los procesos educativos se sigue centrando en la transmisión de conocimientos: cuando un docente comparte alguna información, seguramente llegará obsoleta al alumno, quien podrá confrontar, comparar, evaluar y hasta mofarse de lo poco actualizado de su docente. Por ello, el papel del profesor ya no debe ser el de transmitir contenidos: ahora debe propiciar que el estudiante los consiga y pueda discriminar los que son útiles de los que no lo son.

La experiencia nos desnudó como docentes: estábamos acomodados a la impunidad que nos concede el aula: buenos o malos, las paredes aguantaban con todo. El alumno que se quejaba corría el riesgo de perder el curso. El desarrollo de la docencia en entornos virtuales nos hizo visibles. Nuestras carencias pedagógicas afloraron como nunca y se hicieron públicas. Algunos docentes se tiraron al agua y desarrollaron su capacidad inventiva para hacerle frente a la situación. Otros, la mayoría, esperó hasta el último momento y hasta que la presión fue grande para desarrollar, de mala gana, algunas acciones para salvar el semestre. Unos más, escudados en sofismas jurídicos, alegaron no haber sido contratados para eso y se echaron a dormir el sueño de los justos

4.2. Los libros de texto ¿camisas de fuerza?

La experiencia volvió a centrar la mirada en los libros de texto y materiales de apoyo. Anclada, la mayoría, en esa concepción positivista, vio en el libro de texto su tabla de salvación: los libros desarrollan los contenidos y el alumno solo tendrá que leerlos. El docente dedicará algunos minutos a preparar un video o un audio con la explicación y salvado el asunto. Esto provoca una nueva reflexión: ¿qué papel desempeñan los libros de texto en el contexto del aprendizaje en entornos virtuales? Estas herramientas didácticas solo deben ser una guía, un instrumento para debatir y del cual partir para que el alumno construya sus propios contenidos. No debe asumirse como única fuente de información sino como fuente inicial para el debate y la indagación personal del alumno. Por ello, no deben limitarse a transmitir contenidos sino, sobre todo, ofrecer herramientas para que los contenidos puedan ser asimilados, procesados, evaluados y contrastados por el estudiante. Si se tratara solo de contenidos, Wikipedia podría superar cualquier libro de texto.

La experiencia indica que vivimos en un contexto universitario como el nuestro, en donde la mayoría de los estudiantes son más trabajadores que hacen el esfuerzo por superarse. Un contexto en el que se arrastran carencias académicas por el sistema educativo obsoleto y anacrónico. En este contexto, el libro se vuelve herramienta indispensable. El debate se desplaza ahora hacia el modelo de libro que puede funcionar para una verdadera educación crítica. La mayoría de los libros desarrolla los contenidos, pero no ofrecen elementos didácticos pertinentes. Tampoco permite el debate, la confrontación, la auto evaluación y la coevaluación. Por lo tanto, es inaplazable el desarrollo de una política universitaria y facultativa para el desarrollo de libros de texto mediados pedagógicamente y con pertinencia didáctica.

4.3. Renovarse o morir

El semestre fue salvado, ¡Ufff, qué alivio! Pero el reto continúa. La mayoría de nosotros tuvo que improvisar y proceder por medio de ensayo y error. Afortunadamente, los estudiantes comprendieron la situación y, en muchos casos, nos soportaron a pesar de todo. Pero toda experiencia que será repetida debe ser sistematizada. Es un principio elemental de la técnica y de la ciencia. Durante el semestre, nos aferramos a Classroom como tabla de salvación. Y es una buena opción si se sistematizan los procesos. Vimos como muchos estudiantes se inscribían dos o tres veces y con ello podían hacer diversas trampas pedagógicas. Durante los exámenes, los estudiantes se organizaban en grupos intercomunicados para resolver en conjunto los requerimientos del test… bueno, eso, sin contar con docentes que, por negligencia o desconocimiento, no subían a tiempo el examen o lo subían mal, etc.

En cuanto a las clases, muchos docentes creyeron que con instruir al alumnado era suficiente. En escuetos correos enviaban los números de páginas que debían leer. Con eso creían salvado su compromiso. Otros, por medio de Facebook grababan videos en vivo y podían interactuar en tiempo real con sus alumnos. Unos más grababan videos y los enviaban. Algunos, combinaban videos con sesiones en Zoom, Meet u otra plataforma parecida. Cada cual, desde su perspectiva, tuvo aciertos y carencias. Más allá de ello, la experiencia debe ser sistematizada, socializada, consensuada. Las autoridades facultativas deben desarrollar una política inclusiva que recoja las experiencias, las evalúe y potencie las más exitosas. Debe, además, crear una dependencia de educación en línea, dotada de presupuesto, personal y quipo tecnológico para garantizar experiencias homogéneas y evitar actitudes egoístas o ególatras de los docentes en prejuicio del alumnado. Algunos docentes, por egolatría, creen su SU método es el mejor y no se toman la molestia de analizar otros ni de verificar plenamente la efectividad de estos. Otros, por egoísmo o acomodamiento, eligen la opción más fácil y no les importa si es buena o no para sus alumnos.



[1] Doctor en investigación didáctica (Universidad de Almería, España). Miembro de la Academia Guatemalteca de la Lengua. Profesor de la Universidad de San Carlos de Guatemala desde 1992.

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